El capitán de ultramar
Linda complicidad tuve con mi abuelo Andrés. Él murió hace como 15 años, pero siempre guardo en la memoria momentos compartidos que me llevan a una sonrisa, anécdotas en que los dos fuimos protagonistas y entretenidísimos relatos de la propia vida de ese querido viejo que nació con el siglo pasado.
De niño me encantaba que mi papapa Andrés me invitara a salir con él, porque presentía que el paseo en su Chevrolet Bel Air de los 60, amplio y celeste, estaría lleno de conversación y que yo podría seguir aprendiendo los poemas rimados de Rubén Darío o ese tan notable de Espronceda que recuerdo hasta hoy: “Con diez cañones por banda / viento en popa, a toda vela / no corta el mar, sino vuela / un velero bergantín. / Bajel pirata que llaman / por su bravura ‘El Temido’ / en todo mar conocido / del uno al otro confín…”. (La Canción del Pirata).
Uno de los paseos que más disfrutaba era cuando íbamos a alguna de las playas limeñas. Entonces, nos sentábamos en un escaño del malecón, tomábamos helados y él ponía a prueba mis avances en el poema que me estaba enseñando. Indefectiblemente, cuando recitaba la parte de “y va el capitán pirata / cantando alegre en la popa / Asia, a un lado, al otro, Europa / y allá a su frente Estambul”, mi abuelo caía con la pregunta geográfica: “¿Por dónde estaba navegando ‘El Temido’?”. Yo sabía la respuesta: “Por el Mar Negro”. “¡Ése es mi capitán de ultramar!”, exclamaba papapa.
Ya era un muchacho crecido cuando murió mi abuelo Bello y, para ganarme algunos soles, comencé a trabajar los fines de semana en una librería, donde llenaba las horas vacías de público leyendo y leyendo. Un sábado, rebuscando en las góndolas, hallé un ejemplar que no había visto antes: “El capitán de ultramar”, de Jorge Amado. No hubo intermedio entre ese descubrimiento, el recuerdo de las exclamaciones de papapa Andrés y la lectura del volumen, que me sorprendió y maravilló. Al otro día leí “Los capitanes de la arena”, el sábado siguiente, “Cacao”, y así fui devorando la obra de ese bahiano lindo que es muchísimo más que la tan televisada “Doña Flor y sus dos maridos”.
Uno de los paseos que más disfrutaba era cuando íbamos a alguna de las playas limeñas. Entonces, nos sentábamos en un escaño del malecón, tomábamos helados y él ponía a prueba mis avances en el poema que me estaba enseñando. Indefectiblemente, cuando recitaba la parte de “y va el capitán pirata / cantando alegre en la popa / Asia, a un lado, al otro, Europa / y allá a su frente Estambul”, mi abuelo caía con la pregunta geográfica: “¿Por dónde estaba navegando ‘El Temido’?”. Yo sabía la respuesta: “Por el Mar Negro”. “¡Ése es mi capitán de ultramar!”, exclamaba papapa.
Ya era un muchacho crecido cuando murió mi abuelo Bello y, para ganarme algunos soles, comencé a trabajar los fines de semana en una librería, donde llenaba las horas vacías de público leyendo y leyendo. Un sábado, rebuscando en las góndolas, hallé un ejemplar que no había visto antes: “El capitán de ultramar”, de Jorge Amado. No hubo intermedio entre ese descubrimiento, el recuerdo de las exclamaciones de papapa Andrés y la lectura del volumen, que me sorprendió y maravilló. Al otro día leí “Los capitanes de la arena”, el sábado siguiente, “Cacao”, y así fui devorando la obra de ese bahiano lindo que es muchísimo más que la tan televisada “Doña Flor y sus dos maridos”.
Algunos años después viajé al nordeste brasileño y me impregné de los sabores, olores, lugares y nombres a los que arribé con la brújula de Amado, e indirectamente con el sextante de Espronceda y los mapas que el doctor Andrés Bello había dibujado en mi corazón. Allí, en la Bahía de Todos los Santos, me senté en un escaño a observar el océano y sentí que mi cómplice me hacía mucha falta.