jueves, abril 09, 2009

Valor agregado (Parte I)

Frente al espejo, apertrechado de dos peinetas, una escobilla y un gran pomo de gomina, René Ganoza lidiaba contra la escasez capilar de su mollera menuda y blanquecina. “¡Ay, peinarse!”, debía pensar –pensaba yo– al acometer esa tarea doméstica que, sin embargo, se dilataba por más de media hora en la casa de cambio, cuando los nocheros entraban a la mina y los del turno de la tarde, como él y yo, nos preparábamos para volver con nuestros pasos al campamento.

Yo tenía una deuda de vida con el "Peladito" Ganoza (ese apodo le habían colocado los viejos al colega, pero yo lo evitaba, pues pensaba que podría sentirse menoscabado), así que me demoraba en la ducha o en los vestidores, desde donde –por el espejo– lo veía trabajar su escaso pelo, y lo esperaba con paciencia y con una sed que más tarde saciaríamos en el bar Campari, como era habitual los últimos viernes de cada mes, para el pago.

La rutina de Ganozita ante el espejo era siempre la misma: con uno de los peines se hacía la raya bien arrimada a su oreja izquierda y luego, con la otra y cuidados movimientos, dirigía una especie de lengüeta de cabellera mezquina y larga hasta el polo opuesto, cubriendo por completo el frontispicio de su cabeza. Acto seguido, descargaba el preparado fijador en la zona de la coronilla, donde el pelo era algo más abundante y con las palmas extendidas lo prorrateaba según necesidad. La faena terminaba con la escobilla: Ganozita la colocaba sobre el parrón que había armado entre parietal y parietal y la meneaba con frenesí, como eléctricamente hacia atrás y adelante, desde la frente a la testuz y viceversa, logrando erizar la crencha, dándole volumen, cuerpo.

Ya instalados en el Campari y con dos cañas de vino en el cuerpo, René Ganoza dijo:
-¿Sabe qué, gancho? Lueguito me van a cortar de la pega.
No alcancé ni a protestar –“mire las tonteras que se le pasan por la cabeza, ganchito”, iba a decir–, porque el colega, con una serenidad de jugador de póquer, que contrastaba con sus ojos hechos una pena del porte del desierto atacameño que se nos regalaba a la vista, agregó resignado:
-Así nomás es. El capataz me lo anduvo hablando.
Aparte de un “ya va a ver que esta cuestión se arregla, ganchito”, que dije con poca confianza pero con hartas ganas de que fuese cierto, no conversamos más del tema ni de nada. Si el minero es de pocas palabras cuando está contento, hay que verlo cuando no lo está, porque parece mudo, y cuando encima de estar triste bebe vino, simplemente no hay allí un minero: el alma de ese hombre está en el fondo del socavón, junto a la veta más profunda.

Tras separarnos y tomar cada uno su rumbo, pasé una noche francamente mala, de completo desvelo pensando en René Ganoza y en lo que había dicho. La frase “me van a cortar de la pega” se me repetía y se me repetía y se… “me van a cortar de la pega”, y la imagen del rostro apesadumbrado de Ganozita, y la frase como un eco, y la resignación de esa cara pequeña coronada por un peinado tan peculiar.

Con René Ganoza no éramos lo que se dice grandes amigos. Nos tratábamos de usted, de gancho y ganchito, pero intereses diferentes, qué se yo; él me llevaba diez o doce años y era un colega bastante retraído, tristón, de poca fiesta; yo, todo lo contrario, un gozador, sin embargo, como he dicho, hace unos años me había salvado la vida y soy un tipo agradecido. Así que esa misma noche que pasé en vela tomé la decisión: haría algo, lo que fuera, para que no despidieran del trabajo a Ganozita; no sabía qué ni cómo, pero ese eco nocturno, esa suerte de pesadilla envasada en la forma de un rimbombo interno y pertinaz, me movió a actuar.

Temprano al día siguiente llamé por teléfono al coleguita y lo invité a una excursión a buscar fósiles (una de mis entretenciones hasta hoy), en una ladera próxima al camino que une Llanta con Pueblo Hundido. Me alegró que aceptara, ya que tendríamos la buena oportunidad de conversar que ofrece la calma de esos parajes, casi siempre matizada por un dócil ulular del viento. Yo quería que Ganozita soltara la lengua sin tapujos, que revelara con franqueza sus intereses y se explayara acerca de su situación laboral. Ya después veríamos las posibles soluciones.

Bien sabía yo lo que tardaba Ganozita en alistarse para lo que fuera, así que aproveché de comprar algunos víveres (sándwiches y cervezas, fundamentalmente, y un paquete de cigarros) para darle tiempo a la maniobra del peinado. Ni así. Cuando escuchó la bocina de mi vieja C10 enfrente de su camarote, Ganozita se asomó al balcón y me hizo saber, por medio de señas de manos, que le faltaba “un chiquito”, que subiese y pasase. Nunca había entrado a su habitación, pero sabía que ésta era idéntica a la mía (y a la del resto de los “viejos”, por lo demás): un cuarto de tres por cuatro en que cabía la cama y poco más, un clóset diminuto y un bañito. Mi sorpresa fue mayúscula al ver que el “poco más” de la pieza de mi coleguita era un amplio y antiguo mueble de fina y bien trabajada madera, a todas luces muy valioso, conformado por una mesa de puntas biseladas, con un cajón al medio, dos pequeñas puertas laterales y un panel posterior con un gran espejo central y otros dos espejos considerables a los costados, dispuestos en unas alas batientes.
-Chippendale –me dijo.
-¿Me dice, ganchito?
-El tocador… Estilo Chippendale, siglo XIX, de raíz de nogal –apuntó, dando leves golpes sobre la cubierta del mueble, donde reposaban infinidad de peinetas y cepillos, un par de hisopos de afeitar y un secador eléctrico–. Era de mi madre, agregó Ganozita, mientras remataba su peinado con el meneo frenético de la escobilla sobre el parrón.





(continuará)