viernes, mayo 15, 2009

Valor agregado (Parte II y final)

Aquella tarde no encontramos fósiles porque no los buscamos con dedicación, pero la vastedad del escenario, la cara rojiza-marciana del desierto de Atacama, y la soledad silenciosa sólo acompañada del eco de nuestras pisadas en los desfiladeros, hicieron hablar a René Ganoza:
-Es por la tierra.
-¿Me dice, ganchito?
-Es por la tierra en el pulmón, la cantidad de silicosis que tengo.
Ahí se me aclaró la película. En el sindicato nos habían explicado que la empresa estaba en la obligación de reubicar a los mineros que tuvieran determinados porcentajes de silicosis, en tareas en la superficie, generalmente administrativas y de oficina. A los más complicados les propondrían un plan de egreso muy ventajoso y deberían emigrar del campamento, a sobrevivir lejos del polvo de la mina. De la “tierra en los pulmones” como le decíamos los viejos.

Con sus habituales pocas palabras, que durante la jornada de desierto, caminata y cervezas, fueron siendo más, Ganozita, el mismo ganchito René Ganoza que cuatro años atrás había arriesgado su vida para salvar la mía cuando pasó lo del derrumbe en la mina, me fue sorprendiendo más y más.
-Quiero salir de la mina, gancho –me dijo. Y al ver mi asombro reveló antecedentes de que ya no disfrutaba del trabajo de minero que había desempeñado por casi 35 años–. No es lo mío.
Pero quería seguir trabajando en la empresa para permanecer en el campamento, en el pueblo sagrado en que había enterrado a su viejita. Y en ese cementerio, junto a ella, deseaba reposar la eternidad.
-¡Solucionado! Que lo reubiquen en un trabajo de oficina en la superficie, ganchito.
Una leve mueca de disconformidad apareció en su cara. “Hay rocas de mejor ley para eso, gancho”, reflexionó, antes de confesarme que apenas si sabía escribir su nombre, y de números, nada. "No es lo mío".
-¿Cree que no tiene dedos para ese piano?
-Mis dedos están hechos para las tijeras y peinetas, gancho –afirmó, y extrayendo del bolsillo una curiosa tijera con dientes comenzó a ejecutar una graciosa danza de giros y saltos, al tiempo que –chas, chas, chás– cortaba el aire límpido del despoblado con destreza sin igual. Un baile frenético poseyó a Ganozita y chas-chás entre simpáticas volteretas cambió de mano la tijera, chaschás, con la destreza de los barmans con los tragos en las películas. Y así siguió por un rato. Luego, más reposado tras un largo sorbo de cerveza, volvió al recuerdo de su madre, “la más buena y linda peluquera de la viña del Señor”, dijo, quien le había enseñado los trucos y secretos de su arte.

En el viaje de retorno al mineral, René Ganoza tomóse la cabeza y quebró el silencio que acompañaba mis pensamientos: “Es por no perder la práctica”, dijo.
-¿Me dice, ganchito?
-El peinado mío –dijo–, y el corte. Me lo hago así por mantener los dedos ágiles. Como no tengo con quién practicar...

- Córteme -ofrecí y detuve la camioneta a la vera del camino.






Dos semanas después de nuestra excursión hubo movimientos en la empresa. Varios de los coleguitas con silicosis partieron con buen desahucio a vivir la vida del jubilado en ciudades como Andacollo, Combarbalá u Ovalle; otros, fueron capacitados y entraron a trabajar en las oficinas, en tareas administrativas y de apoyo a la producción. El Pelaíto Ganoza llenó el cupo de Coordinador Casa de Cambio, gracias a cientos de firmas de todos los viejos mineros (yo corrí la lista) y con sueldo incrementado, ¡qué mejor! Allí, sin su peinado ridículo permaneció, feliz hasta que jubiló, organizando los canastillos de ropa y los equipos de protección personal de quienes seguimos en el turno de la tarde. Y muy especialmente y con mucho talento, cortándonos el pelo y rasurándonos. La peluquería era su pasión, era el legado de su madre y era también el valor agregado, como le dicen ahora, que toda compañía debiese buscar en sus trabajadores.