Mi abuelo Roberto y su tío Pedro
A mi abuelo Roberto le encantaba tomar helados y contarme historias, anécdotas de cuando él era joven. Yo me entretenía como niño con juguete nuevo con los relatos de mi abuelo, aunque fueran repetidos y me los supiera de memoria. Me gustaban esas historias ambientadas en los primeros años del siglo pasado, cuando sucedían tantas cosas inéditas, y más me gustaban porque mi abuelo Roberto era protagonista de esos hechos, ya sea buscando a hurtadillas dónde diablos estaban escondidos los caballos del primer automóvil que llegó a Santiago, o parado junto a una multitud en las puertas de El Mercurio, para enterarse –por carteles que colocaban de tanto en tanto- de la suerte que iba corriendo Manuel Plaza en el maratón de las Olimpiadas del 28, en Ámsterdam.
Bastaba que mi abuelo Roberto me dijera “¿le conté la historia de…?” para que yo dijera “no, no me la ha contado” y me sentara a su lado, contento, expectante. No me explico bien el porqué, pero yo algunas veces dudaba de la completa veracidad de esas historias. Pensaba que mi abuelo le estaba poniendo su cuota de color, exagerándolas un resto, pero igual me gustaban. Es más, consideraba que los aditamentos hacían que el cuento fuera más entretenido (como años más tarde lo graficó el anciano de la película “El gran pez”, de Tim Burton), aun cuando perdiera en términos de veracidad.
Y muchas veces me contó mi abuelo Roberto historias de su tío Pedro. Quizás si la que más recuerdo es aquella en que, como médico y sobrino preferido, lo estuvo acompañando junto a su lecho de muerte, en la dura lucha contra la tuberculosis. “Parece, sobrino, que éste es nuestro último día. Preocúpese usted de su tía Juanita”, recordaba mi abuelo que le había dicho su tío, antes de perder por completo el conocimiento. No mucho después sobrevino el desenlace..., que fue llorado por millones de chilenos: en una habitación del palacio de La Moneda, pasada la una de la tarde del 25 de noviembre de 1941, moría el Presidente Pedro Aguirre Cerda.
Mi abuelo Roberto quería mucho a su tío Pedro. Lo admiraba, y por eso no se cansaba de contarme historias de su tío que nació en Pocuro (valle del Aconcagua) y fue Presidente de Chile por casi tres años, hasta su deceso que entristeció a toda América. Me contaba del viaje que hicieron a Chillán tras el terremoto del 39, también de la amistad de ese profesor, abogado y político con Gabriela Mistral (la poeta dedicó su obra Desolación “Al señor don Pedro Aguirre Cerda y a su señora Juana A. de Aguirre a quienes debo la paz que vivo”). Me contaba de la gestación de la CORFO, y de las reformas en educación (“Gobernar es educar”), seguridad social, empleo, salario y maternidad. Me contaba que “o el asilo contra la opresión” pasó de letra a realidad con la llegada del Winnipeg y sus miles de refugiados españoles. Me contaba de las preocupaciones de su tío por la Segunda Gran Guerra, de sus desvelos por hacer realidad su lema de “Pan, techo y abrigo” y de su despreocupación por el tabaco, un fiel compañero que le adelantó su último día.
Ahora pienso que mi abuelo Roberto se daba cuenta de que yo no le creía algunas partes de las historias que me contaba. Pero no le importaba. Sólo me miraba por el rabillo del ojo, con cara pícara y continuaba: “Claro, al tío Pedro ya le quedaba poco cuando me dijo: ‘Parece, sobrino, que éste es nuestro último día. Preocúpese usted de su tía Juanita’. Era muy embromada la tuberculosis”.
Pasado el año 2000, me metí a Internet y en el buscador de Google escribí el nombre de mi abuelo: Roberto Aguirre Silva. AQUÍ está el resultado de mi búsqueda… y en mis recuerdos están los ojos pícaros de mi abuelo mirándome de soslayo.