miércoles, octubre 18, 2006

CARTA del Dr. Bello a sus hijos

Me gustan las cartas. Las misivas, el género epistolar. Escribí y mandé -y recibí- muchas, de toda índole. Recuerdo algunas de mi padre, para algunos de mis cumpleaños, en que me decía “le mando este billetito para que se compre un regalo de mi parte”. El regalo de parte de mi padre se lo compraba algún funcionario de correos, vaya a saber uno si de Chile o del Perú. Sobre las cartas de amor, con besos estampados en rouge y olores perfumados, no hablaré. Punto. Sí hablaré, en cambio, de la correspondencia despachada por mi mamá y hermanos, a veces con respuestas a preguntas que yo les había formulado en una carta enviada un par de meses antes. En tales casos, como ya no me acordaba de la pregunta, lógicamente no entendía la respuesta... Pero tenía su encanto esa forma de comunicación en sobre y estampillas, hoy tan desplazada por la instantaneidad del correo electrónico y el chat. Me gustan las cartas. Y he rescatado algunas, como la siguiente, de 1932, escrita en Lima por mi bisabuelo, Eduardo Bello Porras a sus hijos Andrés (mi abuelo, a la sazón de 20 años) y Carlos Bello Escribens (18), estudiantes de Medicina y Derecho, respectivamente, en la Universidad de Chile.

Contexto histórico: En 1931 llegó al poder en el Perú el coronel Luis Miguel Sánchez Cerro, lo que generó una férrea oposición, representada por los apristas en el Congreso. Fue época de conspiraciones e intentos de asesinato, incluso contra el militar presidente, lo que desató una fuerte represión. La Universidad Mayor de San Marcos (donde estudiaban mi abuelo y su hermano) vio cerradas sus puertas, lo que llevó a muchos jóvenes a emigrar del país. El 30 de abril de 1933, cuando Sánchez Cerro pasaba revista a las tropas que irían a combatir a Leticia (Colombia), Alejandro Mendoza lo asesinó a tiros en el Hipódromo de Santa Beatriz.

Don Andrés y don Carlos Bello en viaje.
Octubre 20 de 1932.
Hijos queridos: Agradablemente sorprendido con su carta a la mamá y las buenas noticias que contiene, me uno a ella para contestarles, encartando ésta con la suya.
Lo que nos cuentan del principio del viaje es muy grato, los tratan bien los oficiales extranjeros, aún pagando poco. Uds. deben corresponderles con sincera amistad sin olvidar mis encargos respecto de vino y juego. Copitas moderadísimas y de cartas nada, es muy peligroso y suele ocasionar muchos disgustos.
Parece que no se marean y me complace porque lo temía con el mar agitado del sur y la falta de costumbre. Pero la juventud vale mucho y la voluntad más.
Me contestó don Carlos Casanueva, ofrece mucho, pero si no les acomoda la pensión, disimúlenlo y agradézcanle mucho, visítenlo continuamente y den a toda la familia mil abrazos míos y de su mamá, óiganlo con mucha atención y hagan por seguir sus buenos consejos. A la señora Isabel trátenla muy cariñosos, es todo un corazón y un cerebro poderoso a pesar de los años.
Con los amigos independencia y lealtad y discreción; no los sigan en placeres tumultuosos o desordenados, excúsense aún con supuesta enfermedad.
En las aulas mucho interés y también discreción si no les agrada lo que les enseñan o no se acomodan al método, traten de todos modos de aprovechar y no perder ocasión de instruirse; Uds. tienen materia prima, inteligencia les concedo bastante, pero es preciso aprovecharla. No presuman de ciencia, gánenla trabajando a fondo, modestos sin humildad, jamás falsos como los cobardes que viven de hipocresía.
Mucho los extrañamos, pero no me arrepiento de haberlos mandado, serán viriles como quiero, fuertes e independientes; entre nosotros hay muchos prejuicios que la vida en el extranjero les suprimirá como lo deseo.
Todos estamos sanos, felizmente la mamacita se ha calmado y poco a poco se conformará, escríbanle siempre, Uds. saben cómo ella los quiere. Tu carta, Carlos es sentida y de corazón, la letra mala pero la dicción perfecta y con ideas y formas que revelan cerebro y aprovechamiento. Tú Andrés, siento cómo nos quieres y esto es felicidad.
No olviden que mi ambición no es que sean profesionales solamente, los quiero distinguidos, geniales si es posible y para ello precisa mucho esfuerzo. El genio es trabajo, constancia, voluntad, nada más. Recuérdenlo.
Hechos los gastos de entrada, pagadas las matrículas y todo lo extra que impone instalarse, hagan su presupuesto, acomodándose a lo indispensable para calcular lo que necesitarán cada mes sin miseria ni largueza. Uds. saben que no puedo mucho y avísenme para prepararme. Como buenos hijos, actúen como estando con nosotros, gobiérnense con todo juicio y no se dejen sugestionar.
Tengo fe en Uds. No me defraudarán, los quiero mucho y por mi cariño sabrán ser correctos, caballeros y serios. No desdeñen la religiosidad, harían sufrir a su madre y perderían muchos consuelos en la vida. No les digo más. Deben volver sanos y para esto otras precauciones son necesarias y las han de tomar.
Esta carta les parecerá un sermoncito laico, disimulen a su padre que insista en consejos y advertencias; de cerca o de lejos me preocupo por su porvenir y felicidad. Los consejos de padre aparentan siempre cierto dogmatismo pero contienen afecto y buena voluntad únicos. He de ser atendido.
No nos olviden, conmigo usen siempre toda franqueza y verdad, en mi corazón tienen lugar preferente, los quiero mucho.
Afectuoso y estrecho abrazo para los dos.
Eduardo Bello P.

miércoles, octubre 04, 2006

La carta, el paquete y los avisos ( IV )

El primer aviso lo recogió del suelo, en la puerta del departamento. Preparaban un disco de boleros famosos con distintos intérpretes y el sello tenía interés de que se presentara a una audición, al día siguiente. La capital le hacía un guiño, doc; por fin se le presentaba una oportunidad. ¡Salud por eso!

El segundo aviso lo encontró al azar en la página de defunciones de El Mercurio. Había comprado el diario para comparar los valores de los arriendos, pero eso, ahora, qué importaba.
+ DR. MANUEL DE LA JOYA SOLÍS (Q.E.P.D). Tenía el sentimiento de comunicar su sensible fallecimiento, la familia, a la que, con profundo pesar, la acompañaban en su dolor, varias familias de parientes y amigos, una Dirección de hospital y hasta un partido político, con otros avisos similares. Un dolor amargo y penetrante se alojó en su pecho, y siguió bebiendo mientras la ronca voz de Atahualpa Yupanqui, doctoral, delajoyina, le explicaba desde el tocadiscos que las penas y las vaquitas se iban por la misma senda, que las penas eran de ellos y las vaquitas, no.

La misa fúnebre, oficiada en la Iglesia de San Francisco al día siguiente, estuvo linda. Emotiva. ¡Cuánta gente quería a su amigo el doc! Nunca había asistido a un velorio tan concurrido.

Después, en el funeral, hubo discursos. El doctor De la Joya, supo el cantante de rancheras, aunque ya lo sabía, había sido traumatólogo; el mejor de los traumatólogos, decían. El doctor De la Joya, supo también, ahora de voz de un conocido político (aunque también ya lo sabía; se lo iban a decir a él) fue un hombre de una inmensa conciencia social, cuyo único norte, su permanente desvelo, habían sido las personas con discapacidades físicas. “¡Cuántos brazos fracturados, cuántas operaciones de cadera, tantas veces a cambio de nada, en estos tiempos de la aberración del cheque en garantía!”, exclamó el senador.

Al rato, todos, incluido el cura que oficiaba el responso final, acompañados por un par de familiares, seguramente, con sendas guitarras, lo despidieron lanzando flores y cantando “Gracias a la Vida”, su canción favorita.

Y allí estuviste, Patecumbia, el de la voz más fuerte y entonada. Y no quisiste verlo a través del vidrio en la iglesia, para qué, si lo conocías tan bien y seguirías conversando con el doc, al abrigo de vino y al compás de esa doña folclorista que cada momento que pasaba te gustaba más y más.

Cuando ya pocos quedaban en el camposanto, una hermosa muchacha, sería la hija –algo parecida a Matilda le pareció–, se acercó y le dio un abrazo, y habló con la gente a su costado de un angelito con su ala rota que ya estaba recibiendo atención médica en el cielo. Después, la joven mujer siguió su camino, abrazando a más personas, y los grupos continuaron su retirada. Entonces vio la hora. La audición ya estaría por comenzar. Una lástima, pensó. Y caminó hacia la salida cojeando más que nunca, pero absolutamente decidido a buscar un bar por las inmediaciones del cementerio donde ahogar la tristeza que lo embargaba.

FIN