miércoles, octubre 31, 2007

Fresia de todos

Una señora que se gana todos los Fondart, CNTV y más fondos concursables, me reclutó una vez para que le escribiera guiones para concursar a un fondo y ganárselo. Después, ella me pagaría unas chauchas y se regocijaría con varios millones. La idea era preparar una serie de "cuentos bizarros" baratos; o sea, en que la acción transcurriera en Santiago y tuviera poco personajes (actores, sin contar los extras). Lo anterior, porque esta señora había leído -y le había gustado- mi historia (aquí publicada anteriormente, en capítulos) de "Jesucristo de El Salvador". Con ese relato le hice un guión y quedé con la tarea de hacer una sinopsis de un segundo relato.
Al final, la señora esa huevió tanto (primero quiso cambiar la historia de Jesucristo de El Salvador, ya ajustada a la capital; después no le gustaron varios intentos de sinopsis que preparé; más tarde consideró que ninguna de las historias que propuse caían en la categoría de "bizarras") que dejé todo botado.
Hoy, como ya es fin de mes (31) y no me gusta dejar que pase un mes sin publicar en este blog, tomo y publico la sinopsis que les dejo a continuación, elaborada en un par de horas con mi gran amigo, "coach y manager" R. de la V. La escribimos bebiendo un par de vasos llenos de ron con cocacola.
Juro que para mí -y para R. de la V.- es un cuento bizarro, ajustado ese concepto a lo que en Chile se entiende por bizarro. Para la señora de marras, no lo es. Ustedes juzgarán.



Fresia de todos

Doña Fresia se vino de Angol a vivir a la capitalina población de Peñalolén. Mujer de campo y dotada de sabiduría popular, se alejó hace una veintena de años de su natal terruño en busca de mejores posibilidades para sus dos hijos, hoy un par de jóvenes hechos y derechos.

La popular “toma” se transformó en su espacio vital, sin esfuerzo ni dolor. Como muchas mujeres de su condición, Fresia era jefa de hogar y ocupaba sus talentos en conseguir la manutención de ella y sus hijos, y en la “pobla” se sentía acogida y respetada por sus pares. En definitiva, y gracias a sus virtudes, se erigió como una líder natural en el barrio. Con una moral a toda prueba, trabajó en los primeros años como empleada de casa particular en la acomodada comuna de Vitacura, pero con el paso del tiempo (y la muerte de su patrona) decidió independizarse y vivir de lo suyo. Así, gracias a su solitario esfuerzo, instaló en las afueras de su exiguo terreno, junto a la modesta casa familiar, un mínimo local en donde vendía desde sopaipillas a bolsitas de merquén “importado” de su recordada ciudad de Angol, como también caramelos y embelecos para los menores. Mujer generosa, fiaba algunos productos a sus conocidos y con más razón cuando un niño la miraba y en sus ojitos detectaba una franca necesidad.

Sin embargo, hubo un hecho que marcó la relación de Fresia con los habitantes de su población. Una pequeña vecina, Consuelo, de 4 años, fue atacada por un fuerte virus invernal. Su joven madre, Gloria, sin saber a quién acudir, ya que el consultorio más cercano se hallaba en paro, realizó la común acción de pedir ayuda a una mujer mayor, Fresia, quien no sólo le proporcionó el auxilio de la experiencia. En efecto, viendo a su vecina pidiendo socorro con la pequeña en brazos en la puerta de su casa, Fresia no demoró en darse cuenta de que Consuelito mantenía un severo estado febril. Al observar la manera en que la niña se contorsionaba en espasmos, Fresia dudó un segundo, pero luego se iluminó y, recordando un episodio de su propia niñez, emuló a su abuela que, tantos años antes y en la lejana región indómita, la sanó de una aflicción semejante.

Con la niña tendida sobre una sábana blanca encima de su cama, Fresia, como si estuviera poseída por una inusual energía, se anudó un pañuelo en el pelo. Acto seguido, hirvió agua en una tetera y juntó tierra, para luego proceder a preparar una argamasa barrosa. Entonces, desvistió a la pequeña la comenzó a cubrir lenta y parsimoniosamente con el barro, ya tibio. Consuelo aún permanecía inconsciente y con espasmos a repetición, de manera que Fresia, ya en trance, comenzó a cantar, primero a bajo volumen, mas luego su voz y su cadencia fueron ganando frenesí y se adueñaron del humilde espacio. Al cabo de un rato, Consuelito abrió sus ojos y una leve sonrisa fue el anticipo de una franca mejoría.

De allí en más, Fresia fue una guía para muchos. Una líder. A su puesto de ventas menores acudían algunos a pedir consejo y orientación. Otros le solicitaban tareas mayores, de modo que no era extraño verla asistiendo un parto sorpresivo e, incluso, arremangada y uslero en mano, enfrentando a algún bellaco que cometió la cobardía de golpear a su mujer.

Como si fuera poco, su actitud chamánica se desarrolló hacia una atractiva veta mágica: prever el futuro. Una antigua baraja española fue su compañera por años, desde que su antigua patrona, ya fallecida, le enseñare el mundo de las cartas y la adivinación. Así, Fresia entretenía a un par de vecinas leyéndoles el porvenir en los naipes, con serena seguridad.

El “arrastre” de esta mujer creció exponencialmente. La llamaban “Fresia de todos”.

Y pasó el tiempo. Un domingo por la tarde, se disputaba el partido del año: Peñalolén versus La Pincoya. Un panorama que, sin duda, hegemonizaba la atención popular. Un público variopinto y dicharachero se agolpaba en los límites exteriores de la cancha de tierra, lugar de cien mil batallas deportivas que nutrían la memoria colectiva. Y allí estaba Fresia, acompañando a sus hijos desde la barra.

Con su jovialidad característica, nuestra protagonista alentaba a los jugadores y muy especialmente a sus muchachos: Lautaro y Caupolicán, titulares indiscutibles del equipo local. El encuentro fue recio, disputado y, en algunos minutos, violento, pero poco efectivo en los arcos.

Quiso el destino que, en el último instante de la brega, el árbitro, de riguroso negro, sancionara un penal a favor de Peñalolén. Lautaro era el designado y, como tal, tomó el balón y lo dispuso justo sobre el punto de tiza. “¡Vamos Lauta!”, gritaba el público desde el costado del terreno de juego. Fresia, en silencio, miraba a su hijo mayor con indesmentible orgullo. Sin embargo, una extraña imagen cruzó por su mente: una pelota de cuero surcaba el cielo precordillerano, allí, junto a las nubes. Algo estremeció su cuerpo. Al cabo, en los hechos, así no más sucedió: El puntapié de Lautaro lanzó la pelota por sobre el travesaño ante la incredulidad de todos.

Fresia se sintió mal de inmediato. Había tenido una visión premonitoria que le apretó el pecho, y la realidad de su entorno se fue apagando ante sus ojos. La desesperación cundió entre los presentes y la atmósfera se llenó de gritos y órdenes. Lautaro y Caupolicán, junto a sus compañeros y miembros de la barra, trasladaron a Fresia con premura a su casa, en un trecho que le pareció suave, como en cámara lenta, en brazos de sus dos hijos. Ya en el domicilio, intentaron reanimarla en vano afán. Uno le daba agua; otro llamaba a una ambulancia con desesperación, pero ésta llegó tarde, cuando su presencia ya no era necesaria.

Tendida sobre su lecho, Fresia simplemente cerró los párpados y dejó de respirar. Así lo contaron, por las calles del barrio, quienes vivieron junto a ella ese crucial instante.

La sorpresa se confundió con un dolor profundo en todos los pobladores que habían conocido a esta mujer mezcla de mística, dotes mágicas y valiosa dignidad. Lautaro asumió la ingrata responsabilidad del sepelio de su admirada madre, mientras Caupolicán, desdichado, cayó en la bebida. Esa misma noche, sus amigos más cercanos lo rescataron de un clandestino del barrio, en completo estado de ebriedad. No obstante, ya a la mañana siguiente se le vio repuesto y siempre solícito junto al cuerpo de Fresia.

Por la tarde, Lautaro anunció que su madre había dejado algunos ahorros y un testamento por escrito: cuando muriera, debía hacerse una fiesta como las de su tierra natal.

La población se organizó, como en sus mejores días, y todos aportaron dinero o especies para homenajear a su líder en momento postrero. Tres días con todo: comida, vino y del fuerte. Cantoras, lloronas, baile y chistes. Era la voluntad de Fresia y así se hizo.

El último punto testamentario era que las puertas del velorio debían estar abiertas para todos, sin excepción. Así, decenas de personas rotaban durante el día y la noche. Algunos, más avispados, se quedaban de punto fijo en el pequeño salón, no trepidando ni en la comida ni en la bebida. Los diálogos se hacían cada vez más entretenidos y emotivos, mientras avanzaba la noche. Todos recordaban, en algún instante, la razón que los convocaba: esa querida mujer que descansaba en el interior de un cajón de sencilla madera, con la tapa abierta. Ahí se dejaba ver a Fresia, con sus párpados cerrados y el rostro calmo. Sus hijos la habían vestido con su mejor traje, de color azul océano y un sobrio collar imitación de perlas.

La tercera y última noche, el Alcalde se hizo presente en el lugar. Saludó a todos, uno por uno, besos y palmoteos de espalda, avanzando por la larga fila de deudos que despedían a Fresia. Luego de persignarse frente al rostro inerte, solicitó un instante de silencio a las cantoras, lloronas y rezadoras del rosario, con el afán de proclamar un discurso.

La alocución partió serena y, de a poco, fue tomando cada vez más niveles líricos insospechados. Los sentidos recuerdos del Alcalde, la enumeración de los ribetes más altos de “la mujer símbolo que hoy nos abandona…”, provocaron entrañable sentimiento. Ante las remembranzas del edil, algunos asentían con marcada emoción, en tanto que otros, inconsolables, lloraban a moco tendido. El ritmo de la perorata se fue tornando frenético, mientras los hijos de Fresia eran flanqueados y consolados por todos.

En un instante mágico, se escuchó un sonido que provenía de la urna. Ante la incredulidad de los presentes, el desmayo de una llorona y algunos gimoteos, Doña Fresia se sentó en el ataúd mirando a la concurrencia y, en primer plano, la espalda del inspirado Alcalde, quien giró lentamente la cabeza y, al ver el alucinante espectáculo, cayó fulminado por un ataque cardíaco que le quitó la vida.

Fresia vivió 13 años más y llegó a ser Alcaldesa de la comuna, luego de haberse desempeñado con cabal éxito como Concejala.