lunes, noviembre 27, 2006

Con mi abuelo Roberto

P4R
Gran aficionado era mi abuelo Roberto del ajedrez. Dueño de un tablero de madera de cedro, bonito, grueso y acolchado por debajo con un paño de fieltro verde, sobre el cuadriculado batallaban, por horas, sólidas piezas blancas y negras hasta “dar mate”. Eso, cuando lo visitaba alguno de mis tíos que tenían talento con caballos y alfiles, porque cuando su rival era yo, la guerra duraba poco, aun cuando este querido viejo me perdonaba errores y me daba nuevas oportunidades al son de la pregunta “¿está seguro de que quiere jugar eso?”. Entonces yo, sabedor de que había hecho una mala maniobra, decía “no” y me ponía a pensar de nuevo.

Mi abuelo se jactaba de que, una pila de años antes, había logrado hacer “tablas” con un reputado gran maestro internacional de visita en Chile. Más tarde reconocía que su mérito no había sido tanto, ya que la partida contra el extranjero había sido en el marco de una gran simultánea, lo que significaba que el campeón había lidiado contra 40 tableros al mismo tiempo. Un rato después volvía a subirse el ánimo: “Pensar que fue el único empate. El maestro ganó a los otros 39 muchachos”.

En 1972, en plena Guerra Fría, el estadounidense Bobby Fisher y el soviético Boris Spassky se enfrentaron para dirimir quién era el mejor ajedrecista del mundo. Todo el planeta estaba a la expectativa y, en Chile, las radios transmitían jugada por jugada: P4R (peón cuatro rey), C3AD (caballo tres alfil dama), y así hasta el final. Mi madre seguía las partidas por una emisora, las anotaba y le pasaba el papelito a mi abuelo (su suegro), quien me citaba a su mesa para que las reprodujéramos y aprendiéramos de los mejores. “¡Quiero ser Fisher!”, decía yo.

Fueron las únicas veces, en toda mi vida, que pude vencer a un rival de ajedrez.

Pelotas
Mi abuelo era también fanático de otros deportes. Y gran impulsor de que su nieto mayor, o sea yo, los practicara. Sin mucho éxito, lo reconozco. Igualmente, hasta hoy le agradezco sus esfuerzos por convertirme en un deportista cabal. Recuerdo mi primera pelota de fútbol ¡de cuero!… A las pocas semanas, de tantos chutes y golpes incesantes en la pared externa de la casa, ya no le quedaba ni una gota de su clásica pintura de pentágonos en blanco y negro. Así, ya no era tan linda como cuando estaba nuevita y “durmió” conmigo junto a mi almohada. Pero eso no me importaba tanto. Después comenzó a pasar las noches afuera, en el patio, y cuando llovía era tanta la humedad absorbida por el cuero, que esa querida pelota pesaba el doble. ¡Y éntrele usted a cabecear a una condenada de, qué se yo, 10 kilos! Más tarde, los puntetes y aristas del muro la fueron descosiendo: se le veía el blai. Por ahí salió un chupón y, un mal día, se reventó la pelota.

Quizás Roberto consideró que no era muy bueno para el fútbol, porque apostó por otra disciplina: el tenis. Entonces, me regaló un racket de madera (Dunlop – Maxply, se llamaba), apretado por unas prensas con pernos y mariposas. Y vuelta a usar la pared como receptáculo de mis disparos. Niño gozador, lo que más me gustaba del tenis era abrir los tarros de pelotas nuevas y olfatear hacia adentro. Huuummm, qué delicia: un aroma único e insustituible.

Pirómanos
Así como he contado cosas muy positivas de mi abuelo Roberto, también es justo que cuente algunas malas. Era un fumador empedernido, este señor médico. Y cuando alguien le reprochaba su vicio, alegando que dañaba su salud, contestaba: “Ya he pasado con creces el promedio de vida de los chilenos, así que cuando me muera será de viejo, no de fumador”. Punto.

El viejo encendía sus cigarrillos con un fósforo que, después, depositaba todavía prendido sobre un cenicero de piedra. Y se quedaba observando la llamita que disminuía su tamaño hasta desvanecerse por completo. Yo, curioso como el que más, le preguntaba por qué hacía eso, y su respuesta era breve, escueta: “Parece que tengo alma de pirómano”.

En una oportunidad tuve que construir, para el curso de Manualidades de mi colegio, un fuerte. Sí, una de esas fortalezas del far west que suelen ser atacadas por los indios apaches y sus flechas. La “obra”, armada a base de palitos de helados, algunos cerillos y ramitas secas, me quedó de lujo; si mal no recuerdo me saqué un 7, así que llegué feliz a la casa a mostrarle a mi abuelo mi talento. “Lo felicito, muy lindo”, me dijo, “y ahora ¿qué va a hacer con el fuerte?”. “No sé”, respondí. “¿Qué tal si hacemos que lleguen de verdad los indios?”.

Al rato, figurábamos los dos en el patio, observando en silencio como mi trabajo manual ardía por los cuatro costados.

martes, noviembre 07, 2006

Karadajián: “Yo era un alfeñique de 44 kilos”

Ando bajoneado. Con poco y nada que contar. Con tristezas de toda índole. Con situaciones a las que hay que resignarse, sin por ello dejar de ponerle “ñeque”, contundencia. Con algunas buenas noticias que, sin embargo, no bastan para levantar algunas penas. Con nada que contar, insisto.

En consecuencia, y en virtud de que YA DEBO actualizar este blog (hay quienes me han preguntado si estoy vivo aún), le tomo la palabra a Víctor Karadajián (ex integrante de un blog desaparecido y ex internado en un psiquiátrico capitalino), quien insiste e insiste en dar a conocer su prosa por medio de esta página azul.

Nuevamente –y en un contrasentido inexplicable, si soy yo mismo quien le está dando tribuna- me excuso por las barbaridades contenidas en el relato de este sujeto, tan obsesionado con temas carnales, libidinosos, lascivos, lúbricos. Y no sólo me excuso, sino que también me tomaré la libertad de interrumpir, las veces que sea necesario, su anécdota inelegante y prosaica, ya sea por vía de una Nota del Editor o, directamente, a través de la CENSURA. Sí, de la censura que tanto he combatido, por considerarla una facultad vil, que lo es menos cuando protege valores intransables.

La pura y santa verdad, amigas y amigos: Tenía 16 años y era un alfeñique de 44 kilos.

Recuerdo que una vez estaba en la playa, con una compañera del colegio que me encantaba. Ufff, lo que era ver a la hermosa Cecilia con su bikini… Ojo, que era un bikini de esos a la antigua, ni cercano al colaless ni a aquellos tan rebajados que existen en la actualidad, tipo tanga, que -me imagino- obligan a las minocas a un recorte pendejil tipo bigote de Hitler.


(Nota del Editor: ¡Vulgar, vulgar! Sr. Karadajián: En esta parte podría haber contenido su imaginación de tipo germano-depilatoria, o al menos esos términos que, ciertamente, ruborizarán a mis familiares femeninas y amigas).

El de Cecilia era discreto, de color negro, recuerdo, pero el cuerpo monumental de mi amiga (aquellas ---CENSURA--- con que han sido tan avaros los poetas) era de ensoñación. Aaaay, Ceci, no sabes de qué manera fuiste mi fuente de inspiración. Tú, con tu bikini, y yo que me bajaba el cierre en casa; tú, sin la parte superior de tu bikini, y yo que le daba a encumbrar el volantín; tú, Ceci, sacándote el calzón de tu bikini, y yo listo, exprimido, más seco que zapatilla en el techo.

(N. del E.: El final de este párrafo, de suyo onanístico, se lo autorizo a regañadientes, Sr. Karadajián. Ciertamente resulta grosero, pero las metáforas en él contenidas, las figuras literarias del volantín -cometa, papalote, para los extranjeros- y de la zapatilla, tienen una pequeña cuota de lirismo).

Y ¡claro!, justo al lado nuestro tenía que ponerse a jugar a las paletas un grandulón pesado. Y ¡claro!, justo la ---CENSURA--- pelota tenía que caerme en la cara cuando me disponía a encender un cigarro para impresionarte, Cecilia, con mis 16 años y mis 44 kilos de costillas al trasluz. “No me dolió”, te dije, y al grandote “¡hey, fíjate bien!, pues, huevón”, en un susurro que por cierto (y por suerte) no escuchó.

(N. del E.: Le perdono el exabrupto, Karadajián, en solidaridad por el pelotazo que, me figuro, si le dolió).

Cuando el paletista robusto, Ceci, en una de sus carreras te lanzó arena sobre las pecas gloriosas de tu pecho, hice ademán de pararme… “Déjalo, flaquito”, me dijiste, en tanto con tus largos dedos sacudiste las partículas aterrizadas en ese hermoso camino al valle y, por un instante, separaste el triángulo de tela que cubría una de tus ---CENSURA--- ...

(N. del E.: ¿Te doy sinónimos, Karadajián? Mamas, pechugas, senos).

… para devolver al suelo la arena intrusa que se coló en aquel paraíso, junto a la cereza rosada que alcancé a ver desde mi ángulo, y que siguió inspirando en mí una maratón de ---CENSURA--- sobre mi cama.

(N. del E.: Autogratificaciones, y la boca te queda donde mismo, ¡degenerado!).

Hoy no soy un alfeñique de 44 kilos, amigas y amigos. Hoy no, Ceci, después de 20 años.
(N. del E.: Ninguna mención a quien le da espacio y, además, lo edita y educa. En fin...).
Pero no seguí el curso de desarrollo muscular de Charles Atlas, sino que me he dedicado a la comida y a la bebida en forma bestial por más de cuatro lustros. Así las cosas, peso 113 kilos (a veces 115, a veces 110) y siempre voy a la misma playa, con ánimo de encontrar al jugador de paletas y sacarle la ---CENSURA---.

-¿Vitoco, eres tú, Vitoco?– me preguntó una gordísima señora, que apenas cabía en su toalla, el otro día.

Tu misma cara, Cecilia, aunque más mofletuda. Me hice el de las chacras:

-Parece que me confundes.
-Nooo. ¡Claro que eres tú, Vitoco!
-Hey, estás loca, fíjate bien.

VK.