La carta, el paquete y los avisos ( III )
Llevaba casi tres meses en la capital y ya ni pensaba en la que nunca tendría quien la quisiera, se lo juraba por ésta, como lo había hecho él. Y es que cuando el doctor Manuel de la Joya se “llamaba” Sandro, indefectiblemente sabía cantarle buenos consejos, y éstos se anidaban en su corazón de mariachi y brindaba y seguía adelante sin dejarse doblegar, pues no vale llorar, tampoco suplicar, ya que al final la vida sigue igual, hey. Y seguía igual. Idéntica seguía. “Te llamaremos”, le habían dicho del sello. Nada. Ya empezaba a sentirse sofocado por su fracaso en ciernes y evolución, así que abría cajas de vino cartoné y las vaciaba rápidamente, refrescando el ardor de un estómago poco alimentado, a la vez que aletargando la visión del éxito que imaginara tantas veces, que sin duda era bastante mayor que ese miserable jingle que sonaba en la puta radio menos oída del continente y del mundo. Entonces, volvía a servir vino para dos, echaba a correr el disco del doctor Manuel Serrat, bebía y, harto ya de estar harto ya se cansaba y le preguntaba al mundo por qué y por qué. Y como el mundo parecía estar cansado también, u ocupado en mejores cosas, se veía en la obligación de responderse a sí mismo, en base al complejo adquirido en tono de cornetita en sus años de liceano: ¡Patecumbia, patecumbia! “Es por la cadera”, concluía.
“Donde haya lumbre y vino tengo mi hogar”, acompañó la canción, mientras servía los vasos y los posaba sobre la mesa enmantelada a cuadros rojos y blancos, llena la tela de manchones líquidos resecos. Y comenzó a beber el vino que le ayudaba a olvidar su sed, conversando con el doctor, su amigo. “Este país vive de las apariencias, doc. ¿Ha visto usted un cantante cojo alguna vez en la tele? Lo mío es artrosis de cadera, doc, muy raro en personas de mi edad… Cómo no va a saberlo usted, también, si es médico. ¿No será traumatólogo, doc? Seguro que es traumatólogo y que podría arreglar mi problema en un dos por tres, con una prótesis. ¡El ex Patecumbia! Por ahí hasta lo nombro mi representante, doc, ¿qué le parece? ¿Cómo nos veríamos en Miami con Don Francis?”.

Cogió el elepé titulado “Las Últimas Composiciones” de VIOLETA PARRA y observó la carátula con detenimiento. Tan oscura, pensó. Nunca le había gustado esta cantora popular, allí con su charanguito y sus cabellos desgreñados, tan lejana ella a la elegancia y a los bronces sonoros de las grandes orquestas de mariachis, dorados por donde se los mirase. Luego, extrajo el disco, reluciente de negro, impecable y vio reflejado su rostro de alcohólico ojeroso. Hizo una mueca y apuró su vaso en el espejo de vinilo, lo volvió a llenar y leyó GRACIAS A LA VIDA, canción, en el círculo central. Tan comunista que había sido esta señora, pensó, como el otro, Víctor Jara. La verdad, doctor, que él en política poco se metía, no entendía mucho, con el que estuviera igual había que trabajar, pero qué quería que le hiciese, no le gustaba nomás la doña esa. Tampoco pretendía ponerse a discutir con usted, doc, con su mejor y único amigo, qué ocurrencia, era cosa de gustos, muy respetables por lo demás.
Gracias a la vida / que me ha dado tanto / me ha dado el oído… “Dígame si no quedaría mejor con violines y trompetas, doc. Lo mío es el oído, y sin estudios, ¿ah? Pura paila, que le dicen. Gané cuanto festival hubo, oiga. ¿Sabe quién me felicitó en Rancagua? El mismísimo don Lucho Gatica, presidente del jurado. ¿Sabe? El problema de ahora es que no hay oportunidades para mí. ¿Qué es lo que vale en la música, la voz o la manera de andar?”.
… me ha dado la marcha / de mis pies cansados… “Justamente. Justamente, doctor”. Y cantó: playas y desiertos, montañas y llanos, y recitó con voz de trueno: “con ellos anduve ciudades y charcos, entre el cielo y el mar, vagabundear, y cantar, con mi guitarra que es fuerte y es fiel, y el vino que me ayuda a olvidar mi sed, salud, doctor De la Joya, que las penas y las vaquitas se van por la misma senda y el arriero va y no engrasa sus ejes”.
(Continuará y, ya era horita, finalizará con la parte de los “avisos” que dan título a esta suerte de delirium tremens…)
La paciencia es una gran virtud del lector inteligente, y la creatividad suele ralear en el escritor advenedizo. Por vuestra paciencia, muchas gracias.