jueves, septiembre 21, 2006

La carta, el paquete y los avisos ( III )

Pasó las fiestas en la dinámica de su más absoluto dominio: bebiendo. Quince, 16, 17, 18 y 19, cinco días improductivos para su guitarra ranchera. Lo que eran las cosas, pensó: Allá en el pueblo chico, allá donde vivía, ¿no había sido todo lo contrario? ¿No se había hecho de un nombre en la ramada dieciochera con los “corridos” que interpretaba entre las patitas de cueca? La canción mexicana gustaba más en el campo, estaba claro. Acá, la administradora del restaurant simplemente había anunciado cierre del local por fiestas patrias y a quien no le gustara o conviniera, la puerta era ancha.

Llevaba casi tres meses en la capital y ya ni pensaba en la que nunca tendría quien la quisiera, se lo juraba por ésta, como lo había hecho él. Y es que cuando el doctor Manuel de la Joya se “llamaba” Sandro, indefectiblemente sabía cantarle buenos consejos, y éstos se anidaban en su corazón de mariachi y brindaba y seguía adelante sin dejarse doblegar, pues no vale llorar, tampoco suplicar, ya que al final la vida sigue igual, hey. Y seguía igual. Idéntica seguía. “Te llamaremos”, le habían dicho del sello. Nada. Ya empezaba a sentirse sofocado por su fracaso en ciernes y evolución, así que abría cajas de vino cartoné y las vaciaba rápidamente, refrescando el ardor de un estómago poco alimentado, a la vez que aletargando la visión del éxito que imaginara tantas veces, que sin duda era bastante mayor que ese miserable jingle que sonaba en la puta radio menos oída del continente y del mundo. Entonces, volvía a servir vino para dos, echaba a correr el disco del doctor Manuel Serrat, bebía y, harto ya de estar harto ya se cansaba y le preguntaba al mundo por qué y por qué. Y como el mundo parecía estar cansado también, u ocupado en mejores cosas, se veía en la obligación de responderse a sí mismo, en base al complejo adquirido en tono de cornetita en sus años de liceano: ¡Patecumbia, patecumbia! “Es por la cadera”, concluía.

“Donde haya lumbre y vino tengo mi hogar”, acompañó la canción, mientras servía los vasos y los posaba sobre la mesa enmantelada a cuadros rojos y blancos, llena la tela de manchones líquidos resecos. Y comenzó a beber el vino que le ayudaba a olvidar su sed, conversando con el doctor, su amigo. “Este país vive de las apariencias, doc. ¿Ha visto usted un cantante cojo alguna vez en la tele? Lo mío es artrosis de cadera, doc, muy raro en personas de mi edad… Cómo no va a saberlo usted, también, si es médico. ¿No será traumatólogo, doc? Seguro que es traumatólogo y que podría arreglar mi problema en un dos por tres, con una prótesis. ¡El ex Patecumbia! Por ahí hasta lo nombro mi representante, doc, ¿qué le parece? ¿Cómo nos veríamos en Miami con Don Francis?”.

Cogió el elepé titulado “Las Últimas Composiciones” de VIOLETA PARRA y observó la carátula con detenimiento. Tan oscura, pensó. Nunca le había gustado esta cantora popular, allí con su charanguito y sus cabellos desgreñados, tan lejana ella a la elegancia y a los bronces sonoros de las grandes orquestas de mariachis, dorados por donde se los mirase. Luego, extrajo el disco, reluciente de negro, impecable y vio reflejado su rostro de alcohólico ojeroso. Hizo una mueca y apuró su vaso en el espejo de vinilo, lo volvió a llenar y leyó GRACIAS A LA VIDA, canción, en el círculo central. Tan comunista que había sido esta señora, pensó, como el otro, Víctor Jara. La verdad, doctor, que él en política poco se metía, no entendía mucho, con el que estuviera igual había que trabajar, pero qué quería que le hiciese, no le gustaba nomás la doña esa. Tampoco pretendía ponerse a discutir con usted, doc, con su mejor y único amigo, qué ocurrencia, era cosa de gustos, muy respetables por lo demás.

Gracias a la vida / que me ha dado tanto / me ha dado el oído… “Dígame si no quedaría mejor con violines y trompetas, doc. Lo mío es el oído, y sin estudios, ¿ah? Pura paila, que le dicen. Gané cuanto festival hubo, oiga. ¿Sabe quién me felicitó en Rancagua? El mismísimo don Lucho Gatica, presidente del jurado. ¿Sabe? El problema de ahora es que no hay oportunidades para mí. ¿Qué es lo que vale en la música, la voz o la manera de andar?”.

… me ha dado la marcha / de mis pies cansados… “Justamente. Justamente, doctor”. Y cantó: playas y desiertos, montañas y llanos, y recitó con voz de trueno: “con ellos anduve ciudades y charcos, entre el cielo y el mar, vagabundear, y cantar, con mi guitarra que es fuerte y es fiel, y el vino que me ayuda a olvidar mi sed, salud, doctor De la Joya, que las penas y las vaquitas se van por la misma senda y el arriero va y no engrasa sus ejes”.

(Continuará y, ya era horita, finalizará con la parte de los “avisos” que dan título a esta suerte de delirium tremens…)

La paciencia es una gran virtud del lector inteligente, y la creatividad suele ralear en el escritor advenedizo. Por vuestra paciencia, muchas gracias.

lunes, septiembre 04, 2006

La carta, el paquete y los avisos ( II )

No supo ni sabrá las de lágrimas que derramó esa tarde y noche de sábado. No supo ni sabrá, tampoco, los litros de alcohol que bebió, porque se aseguró bien de romper todas las botellas vacías contra los muros del departamento. La ebriedad, el despecho, fueron ganando espacio en el breve balcón del piso 8. “Maldita Matildita”, fue lo que murmuró, apenas un mes y ya lo había desechado. ¿Y eso de "hay un primo"? Hay un ay, ¡traición! La mina venía con cuento de antes, pensó. Sí, esto llevaba más tiempo fraguándose, seguramente, y más lágrimas se agolparon en sus ojos y más licores se colaron por su garganta. La desolación, borracha, dio paso a una especie de delirio. “Claro –masculló–, la cadera. ¡Cómo la lindita iba a querer a este pobre cojo!”. Ni bien pronunció aquello se encaramó sobre la baranda con resolución, y fingiendo hablar por un micrófono imaginario profirió, con rabiosa voz en falsete, lo que tantas veces había escuchado en su liceo de niñez y juventud: ¡Patecumbia! Junto al vacío, intentó sonreír mientras canturreaba una cumbia de la carta número tres y, en tanto la seguía con los pies, tendió a perder el equilibrio. Al cabo, se recompuso, el viento le acarició la cara, entonces hipó, luego eructó y, de súbito, recordó que aún tenía restos que beber, así que descendió del barandal y dirigió sus pasos torpes al comedor. A medio camino tropezó con la caja empaquetada que, por la mañana, un cartero le había instado a recibir.

La encomienda pesaba algunos kilos. Volvió a leer la dirección, era la suya, no había duda. Y la letra, estaba claro, no era la que tanto conocía de esta mala mujer y traidora, con su caligrafía infantil, toda redondeces y corazoncitos sin alma. Echó un largo sorbo y se fijó en el matasellos postal: 1985… ¡Mil novecientos ochenta y cinco! O sea, esa extraña caja había sido despachada hacía más de 20 años. Lógicamente no era para él, pero el cartero había sido tajante: hágase cargo. Nervioso, procedió a abrirla, de pronto esperanzado en que se tratara de una caja con doce botellas de vino tinto que sin duda, con cuatro lustros a cuestas, sabrían a gloria. Pero no. Lo de dentro venía bien envuelto en un mantel de tela a cuadros rojos y blancos. Cuánto cuidado, razonó, poco antes de descubrir, correctamente apilados, unos discos de vinilo; una veintena de long plays muy bien mantenidos, a juzgar por el estado de sus sobres de cartón y plástico. Entonces, beodo dispuso el mantel que los envolvía sobre la mesa cuadrada, los depositó sobre ella y, luego de empinar una botella para rematar el resto de ron añejo que cubría el fondo, los revisó y contó. Eran 18 discos de larga duración, en cuyos sobres había una etiqueta pegada en la que se leía, escrito a máquina, una fecha y un nombre: DR. MANUEL DE LA JOYA S.

Luego de un somero repaso a las portadas, que parecían bailar producto del alcohol ingerido por horas, se fijó que todas las etiquetas consignaban años de las décadas de 1960 y 1970. Algo decepcionado por la ausencia de discos de canciones mexicanas, cogió uno al azar, de tapa negra, lo colocó en su viejo tornamesa traído del campo, largó la aguja sobre un surco del acetato y dio el máximo de volumen.

“Canta Zitarrosa” empezó a leer en la carátula y 1966 en la etiqueta del doctor De la Joya y “no la esperes más / tenés que pensar que si no volvió es porque ya te olvidó / perfumá esa flor que se marchitó, que se marchitó”, le cantaron diáfanos sus nuevos parlantes, con altísima fidelidad, pensó, no como…, y pronunció el nombre repudiado. Y en ese momento de borrachera y descalabro emocional, no era Zitarrosa quien le aconsejaba, sino el desconocido De la Joya, gracias doctor, gracias, y rociando restos de licor, como el cura hace con agua bendita, perfumó la flor maldita de Matilda la marchita.

(Continuará...)